Este verano, como otros, no he pisado la playa. Me aburre ese afán insano por tostarse vuelta y vuelta hasta poblar las calles de una nueva y evanescente raza rojiza. Como me cansa el tóxico deseo de los cuerpos “danone” forjados a golpe de gimnasio. Quien le dedica tantas horas a machacarse los músculos dejando pasar la vida sin saborear las múltiples delicias de nuestra gastronomía es que no puede estar bien de la azotea. Así lo defiendo desde que no podía pasar del aprobado en Bachiller en la asignatura de gimnasia, que evitaba apuntándome a los campeonatos escolares de ajedrez, un deporte siempre menos doloroso para mis atributos que hacer el vaquero ante el potro o saltar ese odioso pinto encabritado. Es cierto que así también evito exhibir mi perfil “feliz” ante tanto maniquí de museo de cera. En eso me apunto a los fans del sillón ball, la caña fría y la siesta cobarde, cuyas virtudes médicas propugnamos los que no podemos lucir la tableta de chocolate. Afortunadamente, el verano es la sexta parte del año, por lo que siempre nos quedan las cinco partes de frío y hielo que disfrazan el cubata tropical con el que vamos tirando el resto del tiempo.
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