La sentencia del Constitucional sobre el Estatut catalán (ley orgánica), cuando se produzca, abrirá de nuevo el debate de la reforma de la Constitución ya sea para limar aquellos aspectos que son mejorables o que se han dejado a medio definir (y no sólo desde las posiciones nacionalistas sino también desde el Estado central), ya sea para rechazarla sin tapujos porque los intereses de cada uno no se acomodan al número de talla que cuelga de su vestido.
Pero toda reforma constitucional implica un gran riesgo si no se parte de una posición dialogada y lo más amplia posible para que la mayoría de la población se sienta cómoda en su seno. Como se hizo en su día y algo que en estos momentos no parece posible. De ahí que algunos preconicen que no se realice la reforma y se actúe vía interpretación del texto constitucional. Sin embargo, la interpretación jurídica (in claris non fit interpretatio) no se hace a criterio de cada uno, según convenga a sus intereses, sino que su aplicación también está contemplada en los textos legales. Y el máximo intérprete del texto constitucional es el Tribunal Constitucional, un órgano judicial pero también político, que se mueve no sólo por criterios jurídicos sino (y esa es su gran tragedia) ideológicos.
España es un país que se caracteriza por su pasión latina y mediterránea. Una pasión que, desde un punto de vista de representante público, debe modularse con la cabeza para no caer en radicalismos absurdos y vacíos. La lectura del artículo del consejero de Educación Ernest Maragall, titulado ‘Construir Cataluña’, apoyado inexplicablemente por el editorial del diario El País de ese mismo día, en el que se pueden leer desatinos como ‘el argumento de que una ley que haya sido refrendada por la ciudadanía no debería poder ser objeto de recurso de inconstitucionalidad es defendible’, no deja lugar a dudas del poco sentido común al que han llegado nuestros políticos. Es inimaginable en un representante público el lenguaje frentista utilizado por Maragall en su artículo, con joyas como esta: “¿Qué puede añadir la "interpretación" que hagan, por larga y enrevesada que sea, este grupo de ciudadanos tan sabios? ¿Amenazas de posibles legislaciones españolas invasoras o negadoras del pacto estatutario?” Vivimos, desafortunadamente, un momento histórico caracterizado por una clase política de un nivel miserable e indigno. No se puede utilizar el lenguaje democrático para hacer tabla rasa y desenterrar viejos fantasmas con una chulería imperdonable, que recuerda aquel lenguaje que preconizaban las funestas dictaduras, de uno y otro signo, que hemos padecido a lo largo del siglo XIX.
No voy a argumentar lo que creo desafortunado en el Estatuto a la luz de nuestra Constitución actual. Simplemente recomiendo que se lea, porque no hay nada más terrible que opinar sin leer previamente sobre lo que se opina. Y cuando se lea, háganlo al mismo tiempo con el texto constitucional a su lado que, se quiera o no, es la máxima norma jurídica del Estado español, y todas las demás han de subordinarse a ella.
La primera norma de la que nos hemos dotado todos los españoles ha sido la Constitución, que hemos votado y aprobado todos, a pesar de que algunos lo nieguen manejando las cifras como los medios de comunicación hacen con los datos de audiencia. Incluyendo a esos partidos políticos que ahora reniegan de ella. Del texto constitucional se han ido desgranando incluso los propios estatutos de autonomía. Cualquier cosa que contravenga lo que dice aquella está en su contra, y la única manera de solventar ese tipo de enfrentamientos es modificar la Constitución.
Lo demás, sobra. Todo lo que se puede hacer, y allí donde es posible, es interpretar algunos párrafos de carácter más abierto. Pero incluso la interpretación, como he dicho, está regulada jurídicamente, así que hay que dejarse de tonterías y opiniones absurdas. El único método para ir más allá es a través de la reforma constitucional. Seamos sensatos, señores, y no intentemos manejar la opinión pública con tretas que nadie sabe a dónde nos van a llevar. Las casas se construyen desde los cimientos, no empezando por el tejado, y si es necesaria la reforma constitucional, hagámosla, pero no nos saltemos las normas jurídicas, porque eso sería como decir públicamente que las leyes no valen para nada.
Lo malo del Tribunal Constitucional es que es el único órgano facultado para interpretar la Constitución y convertir esa interpretación en guías jurídicas para el resto de los juzgados y tribunales. Pero también es un órgano político con una forma de elección muy poco lógica, y los últimos años han dejado buena constancia del maquiavelismo político a la hora de intentar sojuzgar a un órgano jurisdiccional, cosa inadmisible en un Estado de Derecho. De ahí que lo primero que debamos preguntarnos ante una posible reforma constitucional es si realmente es necesario un Tribunal Constitucional.
Y después vendrán el resto de las preguntas que la gente sí se hace en la calle, pero que muchos políticos no son tan valientes como para plantearlas abiertamente. Son más bravucones cuando se trata de respaldarse en la lógica del sistema para negar al propio sistema. Mientras, se desgañitan en cuestiones que desentierran viejas heridas de una forma burda e incomprensible. Son por ejemplo, la forma del Estado, el tema sucesorio en su caso, las competencias exclusivas del Estado y, en contraposición, las autonómicas (artículos 148 y 149), el sistema electoral, la reforma del Senado, etcétera. Temas de mucho más calado que estar intentando vacilarnos con defensores autonómicos que no se subordinen al defensor del pueblo y necedades parecidas.
Pero toda reforma constitucional implica un gran riesgo si no se parte de una posición dialogada y lo más amplia posible para que la mayoría de la población se sienta cómoda en su seno. Como se hizo en su día y algo que en estos momentos no parece posible. De ahí que algunos preconicen que no se realice la reforma y se actúe vía interpretación del texto constitucional. Sin embargo, la interpretación jurídica (in claris non fit interpretatio) no se hace a criterio de cada uno, según convenga a sus intereses, sino que su aplicación también está contemplada en los textos legales. Y el máximo intérprete del texto constitucional es el Tribunal Constitucional, un órgano judicial pero también político, que se mueve no sólo por criterios jurídicos sino (y esa es su gran tragedia) ideológicos.
España es un país que se caracteriza por su pasión latina y mediterránea. Una pasión que, desde un punto de vista de representante público, debe modularse con la cabeza para no caer en radicalismos absurdos y vacíos. La lectura del artículo del consejero de Educación Ernest Maragall, titulado ‘Construir Cataluña’, apoyado inexplicablemente por el editorial del diario El País de ese mismo día, en el que se pueden leer desatinos como ‘el argumento de que una ley que haya sido refrendada por la ciudadanía no debería poder ser objeto de recurso de inconstitucionalidad es defendible’, no deja lugar a dudas del poco sentido común al que han llegado nuestros políticos. Es inimaginable en un representante público el lenguaje frentista utilizado por Maragall en su artículo, con joyas como esta: “¿Qué puede añadir la "interpretación" que hagan, por larga y enrevesada que sea, este grupo de ciudadanos tan sabios? ¿Amenazas de posibles legislaciones españolas invasoras o negadoras del pacto estatutario?” Vivimos, desafortunadamente, un momento histórico caracterizado por una clase política de un nivel miserable e indigno. No se puede utilizar el lenguaje democrático para hacer tabla rasa y desenterrar viejos fantasmas con una chulería imperdonable, que recuerda aquel lenguaje que preconizaban las funestas dictaduras, de uno y otro signo, que hemos padecido a lo largo del siglo XIX.
No voy a argumentar lo que creo desafortunado en el Estatuto a la luz de nuestra Constitución actual. Simplemente recomiendo que se lea, porque no hay nada más terrible que opinar sin leer previamente sobre lo que se opina. Y cuando se lea, háganlo al mismo tiempo con el texto constitucional a su lado que, se quiera o no, es la máxima norma jurídica del Estado español, y todas las demás han de subordinarse a ella.
La primera norma de la que nos hemos dotado todos los españoles ha sido la Constitución, que hemos votado y aprobado todos, a pesar de que algunos lo nieguen manejando las cifras como los medios de comunicación hacen con los datos de audiencia. Incluyendo a esos partidos políticos que ahora reniegan de ella. Del texto constitucional se han ido desgranando incluso los propios estatutos de autonomía. Cualquier cosa que contravenga lo que dice aquella está en su contra, y la única manera de solventar ese tipo de enfrentamientos es modificar la Constitución.
Lo demás, sobra. Todo lo que se puede hacer, y allí donde es posible, es interpretar algunos párrafos de carácter más abierto. Pero incluso la interpretación, como he dicho, está regulada jurídicamente, así que hay que dejarse de tonterías y opiniones absurdas. El único método para ir más allá es a través de la reforma constitucional. Seamos sensatos, señores, y no intentemos manejar la opinión pública con tretas que nadie sabe a dónde nos van a llevar. Las casas se construyen desde los cimientos, no empezando por el tejado, y si es necesaria la reforma constitucional, hagámosla, pero no nos saltemos las normas jurídicas, porque eso sería como decir públicamente que las leyes no valen para nada.
Lo malo del Tribunal Constitucional es que es el único órgano facultado para interpretar la Constitución y convertir esa interpretación en guías jurídicas para el resto de los juzgados y tribunales. Pero también es un órgano político con una forma de elección muy poco lógica, y los últimos años han dejado buena constancia del maquiavelismo político a la hora de intentar sojuzgar a un órgano jurisdiccional, cosa inadmisible en un Estado de Derecho. De ahí que lo primero que debamos preguntarnos ante una posible reforma constitucional es si realmente es necesario un Tribunal Constitucional.
Y después vendrán el resto de las preguntas que la gente sí se hace en la calle, pero que muchos políticos no son tan valientes como para plantearlas abiertamente. Son más bravucones cuando se trata de respaldarse en la lógica del sistema para negar al propio sistema. Mientras, se desgañitan en cuestiones que desentierran viejas heridas de una forma burda e incomprensible. Son por ejemplo, la forma del Estado, el tema sucesorio en su caso, las competencias exclusivas del Estado y, en contraposición, las autonómicas (artículos 148 y 149), el sistema electoral, la reforma del Senado, etcétera. Temas de mucho más calado que estar intentando vacilarnos con defensores autonómicos que no se subordinen al defensor del pueblo y necedades parecidas.
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