Grecia está al borde la suspensión de pagos y Europa no sabe cómo compaginar los intereses nacionales con el interés supranacional. El costillar de los ‘pigs’ está en adobe y muchos miran al resto del cerdo para ver cuándo se pone a la venta.
Mientras, la clase política no sabe más que mirar a sus propios ombligos, incapaces de convencer a la ciudadanía que no ha esclavizado su voto. Ajenos a la crisis económica generalizada, a ese 20 por ciento insultante de paro, que suena más trágico cuando se dice que son más de cuatro millones y medio de almas que no tienen un euro que meter en la hucha, sólo se preocupan de hacer minusvaloraciones más propias de estudiantes de Secundaria que de regidores de la vida pública. Si unos pecan del irrealismo de los brotes verdes, otros adolecen de sus escasas aportaciones al bien público, y los de en medio sólo saben achacar a los demás los errores que ellos mismos han cometido, eso sí, consentidos por los restantes partidos políticos.
Desautorizan a los tribunales cuando fueron ellos quienes se metieron en un atolladero a todas luces palpable en su momento. Si achacan a las entidades financieras los males económicos actuales por su mala gobernanza en tiempos de prosperidad y expansión, ellos fueron los regidores de la economía y del sistema, y fueron ellos los que hicieron la vista gorda. Gobernaron fatal cuando la pujanza hacía que cualquier político malo fuera un buen político, y ahora en tiempos de vacas flacas, todos se rascan las pulgas.
Muchos ciudadanos tenemos la percepción de que en una época muy complicada nos ha tocado una clase política deplorable, muy lejos de las cualidades que requiere la época que vivimos. Enzarzados en disputas conceptuales propias de otras tribunas filosóficas, sobre si vivimos en un Estado federal o en un Estado autonómico como define nuestra Constitución, achacan a los tribunales las consecuencias de sus malas decisiones, al resto de los políticos su escaso respeto a las periferias; los partidos nacionales tienden al sol sus virtudes y defectos, y digámoslo claro, los españoles no nos merecemos una clase política nacional y autonómica tan miope. O quizá sí, pero al menos no estamos dispuestos a seguir oyendo a tanto mediocre con corbata con discurso tan barato.
Pero no nos deprimamos. Nos queda el fútbol y en breve el Mundial. Nos queda Fernando Alonso y sus pulgares millonarios, y, ¡cómo no!, la Belén Esteban como princesa del pueblo. ¡Qué más queremos!
Mientras, la clase política no sabe más que mirar a sus propios ombligos, incapaces de convencer a la ciudadanía que no ha esclavizado su voto. Ajenos a la crisis económica generalizada, a ese 20 por ciento insultante de paro, que suena más trágico cuando se dice que son más de cuatro millones y medio de almas que no tienen un euro que meter en la hucha, sólo se preocupan de hacer minusvaloraciones más propias de estudiantes de Secundaria que de regidores de la vida pública. Si unos pecan del irrealismo de los brotes verdes, otros adolecen de sus escasas aportaciones al bien público, y los de en medio sólo saben achacar a los demás los errores que ellos mismos han cometido, eso sí, consentidos por los restantes partidos políticos.
Desautorizan a los tribunales cuando fueron ellos quienes se metieron en un atolladero a todas luces palpable en su momento. Si achacan a las entidades financieras los males económicos actuales por su mala gobernanza en tiempos de prosperidad y expansión, ellos fueron los regidores de la economía y del sistema, y fueron ellos los que hicieron la vista gorda. Gobernaron fatal cuando la pujanza hacía que cualquier político malo fuera un buen político, y ahora en tiempos de vacas flacas, todos se rascan las pulgas.
Muchos ciudadanos tenemos la percepción de que en una época muy complicada nos ha tocado una clase política deplorable, muy lejos de las cualidades que requiere la época que vivimos. Enzarzados en disputas conceptuales propias de otras tribunas filosóficas, sobre si vivimos en un Estado federal o en un Estado autonómico como define nuestra Constitución, achacan a los tribunales las consecuencias de sus malas decisiones, al resto de los políticos su escaso respeto a las periferias; los partidos nacionales tienden al sol sus virtudes y defectos, y digámoslo claro, los españoles no nos merecemos una clase política nacional y autonómica tan miope. O quizá sí, pero al menos no estamos dispuestos a seguir oyendo a tanto mediocre con corbata con discurso tan barato.
Pero no nos deprimamos. Nos queda el fútbol y en breve el Mundial. Nos queda Fernando Alonso y sus pulgares millonarios, y, ¡cómo no!, la Belén Esteban como princesa del pueblo. ¡Qué más queremos!
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