Thursday, January 14, 2010

Tres historias


Holanda, en las afueras de Amsterdam. Era un día de verano y aprovechábamos para comprar quesos de diferentes especias que más tarde nos examinarían detenidamente en el aeropuerto, ya de regreso a casa. Nos recibía un joven, hijo de los propietarios, que ayudaba en el oficio familiar. Nos preguntó en inglés de dónde éramos. Españoles, contesté. Y desde ese mismo momento cambió de idioma y se puso a hablar en castellano con una habilidad extraordinaria. Intrigado, le pregunté qué idiomas hablaba: neerlandés, por supuesto, su idioma natal, pero también inglés, francés, alemán, italiano y español.

Una segunda historia: una anécdota que me contó mi hija, que estudiaba en ese momento en una universidad flamenca, sobre lo que le había ocurrido en una lavandería de Bruselas. Una señora mayor, portuguesa, que había ido a visitar a su hijo, tuvo un problema con la lavadora, no recuerdo cuál, e intentó pedir ayuda, en su portugués natal, al resto de los usuarios. Nadie la entendió y fue mi hija la que se acercó a la señora hablándole en gallego, un idioma mucho más cercano a ella que el inglés o el francés. Así se fueron entendiendo, mientras mi hija actuaba de intérprete con la propietaria, de habla francesa.

A Coruña. Un amigo gallego, que ahora ejerce de alto directivo en una multinacional americana, se había desplazado a trabajar a la ciudad. Él se educó en Estados Unidos y quería un colegio para comenzar la escolarización de su hija en el que (de verdad) se hablara inglés con normalidad en el itinerario docente. Finalmente no tuvo que enfrentarse al problema de decidir cuando la realidad no respondía de hecho a su verdadera demanda, y un traslado a Madrid le solventó tan complicada decisión. Ahora sus hijos disfrutan de una educación (privada) donde el inglés es el idioma de uso normal en las aulas. Para él es imprescindible que sus hijos hablen inglés y castellano, porque el dominio de esos idiomas fue un factor decisivo en su brillante trayectoria profesional, y todo ello sin tener que renunciar al gallego familiar. Mi amigo, de hecho, compagina su profesión con las aulas de Chicago, Londres y Singapur.

Son sólo tres historias, pero les podría contar algunas otras. ¿Realmente vale la pena utilizar el idioma como un elemento de confrontación ideológica y política? ¿No sería mejor concebirlo como lo que puede ser: una ventaja competitiva de nuestros hijos en un mercado global? Ojalá nuestros hijos fueran como el granjero holandés.

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