Pocos libros en el mundo contienen más sabiduría que El Principito. Debería ser lectura obligatoria en todos los centros docentes para que los alumnos aprendan a diseccionar la magia de las palabras y descubran la enorme polisemia de su contenido.
No se preocupe, no voy a hablar de Saint Exupéry ni de su obra. Sólo quería recordar las primeras páginas del libro. En ellas nos dice su personaje que, cada vez que se encontraba con alguien aparentemente lúcido, le sometía a la experiencia del dibujo número uno, aquel de la boa y el elefante, para comprobar desolado que la respuesta era siempre: “es un sombrero”.
Desde ese momento, el pequeño principito tenía que ponerse a la altura de su interlocutor: hablarle de golf, política y corbatas. Curiosa tríada. La gente de la calle es nuestro principito, y dice: ¡Es cosa de políticos! Y así se quita de un plumazo la verborrea de sus representantes.
“Es un sombrero”: lo mismo pensé estos días ante el espectáculo de dos formas de puesta en la escena política, la de un gobierno recién reformado y la de otro a punto de hacerlo. El primero, controvertido y arriesgado. Controvertido porque, quizá una vez más, la lección subliminal que nos ofrece el gobierno de la sonrisa no es para lanzar fuegos a la luz de los comentarios generales: ¡Niño, a estudiar para ministro!
Lo segundo, porque la teoría política siempre ha desaconsejado la mezcla del aparato de un partido que sustente al Gobierno con el propio Gobierno. Legislativo y Ejecutivo en la misma coctelera, pero de forma impúdica e insolente. Es como jugar al ajedrez con chulería principesca, abriendo las murallas de peones mientras levantas la frente al cielo y presumes de que no necesitas enroscarte. Caballos saltando a diestro y siniestro, diagonales abiertas, y tú regodeándote en lo que no tienes: estrategia para ganar la guerra. Órdago a la chica.
El segundo Gobierno, estrenando despachos y sillones, también comienza con gestos: un contrato de promesas, que no deja de ser un guiño rousseniano al electorado; algunas promesas que dejan en agua de borrajas ciertas maneras trasnochadas, y muchas generalidades, como todos los discursos programáticos. Pero al menos, no hay precedentes para juzgar antes de los cien días reglamentarios.
No se preocupe, no voy a hablar de Saint Exupéry ni de su obra. Sólo quería recordar las primeras páginas del libro. En ellas nos dice su personaje que, cada vez que se encontraba con alguien aparentemente lúcido, le sometía a la experiencia del dibujo número uno, aquel de la boa y el elefante, para comprobar desolado que la respuesta era siempre: “es un sombrero”.
Desde ese momento, el pequeño principito tenía que ponerse a la altura de su interlocutor: hablarle de golf, política y corbatas. Curiosa tríada. La gente de la calle es nuestro principito, y dice: ¡Es cosa de políticos! Y así se quita de un plumazo la verborrea de sus representantes.
“Es un sombrero”: lo mismo pensé estos días ante el espectáculo de dos formas de puesta en la escena política, la de un gobierno recién reformado y la de otro a punto de hacerlo. El primero, controvertido y arriesgado. Controvertido porque, quizá una vez más, la lección subliminal que nos ofrece el gobierno de la sonrisa no es para lanzar fuegos a la luz de los comentarios generales: ¡Niño, a estudiar para ministro!
Lo segundo, porque la teoría política siempre ha desaconsejado la mezcla del aparato de un partido que sustente al Gobierno con el propio Gobierno. Legislativo y Ejecutivo en la misma coctelera, pero de forma impúdica e insolente. Es como jugar al ajedrez con chulería principesca, abriendo las murallas de peones mientras levantas la frente al cielo y presumes de que no necesitas enroscarte. Caballos saltando a diestro y siniestro, diagonales abiertas, y tú regodeándote en lo que no tienes: estrategia para ganar la guerra. Órdago a la chica.
El segundo Gobierno, estrenando despachos y sillones, también comienza con gestos: un contrato de promesas, que no deja de ser un guiño rousseniano al electorado; algunas promesas que dejan en agua de borrajas ciertas maneras trasnochadas, y muchas generalidades, como todos los discursos programáticos. Pero al menos, no hay precedentes para juzgar antes de los cien días reglamentarios.
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