"La economía es muy emocional", me escribía una estudiante de Periodismo hace unos días a través de una red social de profesionales de la comunicación. Me llamó la atención su afirmación, no sé si consciente de que, efectivamente, ahí radica una de las claves para el entendimiento de esta ciencia social que, durante siglos, ha pretendido construir un edificio racional del homo economicus, desterrando cualquier intento de explicación que no se apoyara en esa catedral racional y teórica.
Motterlini, abierto a la introducción de nuevas ciencias a este campo de conocimiento, dio tal título a un libro sobre neuroeconomía, y Galbraith, hace ya unos cuantos años, nos advertía de cuánto de emocional tienen las previsiones económicas oficiales de las administraciones.
La emoción, junto con la escasa memoria histórica, son características humanas que se traspasan a las ciencias sociales. Suelo decir de una forma burda pero gráfica que los analistas de Bolsa son trabajadores por cuenta ajena, y que el concepto de ‘Nueva Economía' ya ha entrado en la tercera edad y habría que jubilarlo definitivamente desde aquel libro de Seymour Harris de 1947.
Lo malo de una economía emocional, en la que no es lo mismo un ministro de Economía que otro, es que las proclamas maximalistas suelen quedar como testigos impasibles de nuestras equivocaciones. En estos días repasé a vuelapluma un pequeño y amarillento título del profesor Tamames, escrito en las postrimerías del franquismo con un cierto aire de oráculo grecorromano, ‘Quo vadis, Hispania?'. En él, una de las más brillantes cabezas de la época dejó frases que seguramente no suscribiría ni ahora ni pocos años después, con la Constitución recién aprobada. Por ejemplo, algunas ideas básicas sobre la reordenación del crédito, tema muy actual en esta fase posterior al encuentro del G-20.
La economía es emocional, sin duda. Lo vemos cada día en la Bolsa y en el mercado, cuando la cesta de la compra se vacía por impulsos y creencias que nacen en las vísceras y no en la cabeza. Por eso pidamos gestores que no olviden que la emoción, en economía, es tan importante como la razón.
Motterlini, abierto a la introducción de nuevas ciencias a este campo de conocimiento, dio tal título a un libro sobre neuroeconomía, y Galbraith, hace ya unos cuantos años, nos advertía de cuánto de emocional tienen las previsiones económicas oficiales de las administraciones.
La emoción, junto con la escasa memoria histórica, son características humanas que se traspasan a las ciencias sociales. Suelo decir de una forma burda pero gráfica que los analistas de Bolsa son trabajadores por cuenta ajena, y que el concepto de ‘Nueva Economía' ya ha entrado en la tercera edad y habría que jubilarlo definitivamente desde aquel libro de Seymour Harris de 1947.
Lo malo de una economía emocional, en la que no es lo mismo un ministro de Economía que otro, es que las proclamas maximalistas suelen quedar como testigos impasibles de nuestras equivocaciones. En estos días repasé a vuelapluma un pequeño y amarillento título del profesor Tamames, escrito en las postrimerías del franquismo con un cierto aire de oráculo grecorromano, ‘Quo vadis, Hispania?'. En él, una de las más brillantes cabezas de la época dejó frases que seguramente no suscribiría ni ahora ni pocos años después, con la Constitución recién aprobada. Por ejemplo, algunas ideas básicas sobre la reordenación del crédito, tema muy actual en esta fase posterior al encuentro del G-20.
La economía es emocional, sin duda. Lo vemos cada día en la Bolsa y en el mercado, cuando la cesta de la compra se vacía por impulsos y creencias que nacen en las vísceras y no en la cabeza. Por eso pidamos gestores que no olviden que la emoción, en economía, es tan importante como la razón.
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