Oí contar a un paisano leído que había en su aldea un terrateniente acaudalado que en la posguerra prestaba dinero a los labradores empobrecidos exigiendo unas “fianzas” e intereses insoportables que aquella gente pobre tenía que aceptar para poder dar de comer a los hijos. El rico del pueblo tenía la exclusiva del negocio de prestamista en el entorno de aquel concello rural en aquella Galicia de la autarquía, de la subsistencia y de la cartilla de racionamiento y ejerció su oficio hasta que se instaló en la capital municipal la primera sucursal de la Caja de Ahorros.
La Caja popularizó en la localidad un modo de hacer banca con una fórmula elemental como era fomentar y recoger el ahorro de los paisanos que se anotaba en las populares libretas -desde entonces cada niño nace con su libreta de la caja- y se lo devolvía en forma de pequeños préstamos para comprar una vaca, para hacer frente a necesidades imperiosas o para realizar pequeñas inversiones. Además, la caja impulsaba actividades culturales y recreativas e hizo posible que varios rapaces del pueblo pudieran ir a la universidad con sus becas y con su crédito-estudio.
Aquella oficina minúscula acabó con la usura del terrateniente y salvó de la exclusión financiera a los labradores, a los comerciantes y profesionales autónomos que ni se atrevían a pisar la moqueta y los mármoles de los bancos instalados en la ciudad, ocupados en otras operaciones, y no tenían tiempo para “perder” con gentes del rural que les reportaban escasa rentabilidad.
Ahora, los vecinos de aquella aldea ven con asombro como su caja -y otras- desaparece por la vía de su transformación en un banco a causa de los graves errores en la gestión que no quisieron cortar los órganos de gobierno y los supervisores. Y piensan que con este cambio de nombre y de filosofía volverá a aparecer el terrateniente prestamista, ahora con nombre de marca bancaria, que sin aquella vinculación al territorio y sin competencia, pondrá condiciones más duras para todas las operaciones financieras.
Por eso, los lugareños -labradores modestos, autónomos y los escolares- tañen las campanas del pueblo que doblan por la pérdida de su caja, el referente financiero que sacó a la aldea de la exclusión financiera, la sirvió lealmente, contribuyó a su desarrollo y progreso y era la última trinchera de protección que les quedaba frente al oligopolio de la banca. Seguramente la historia juzgará con rigor a los culpables de esta desfeita, pero ellos lloraran la pérdida de su caja, un vecino muy querido que echarán mucho de menos.
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