Al margen de los tremendos recortes, como la bajada de sueldos a los funcionarios, la congelación de las pensiones, la reforma laboral que se aprueba hoy y más recortes que vendrán en prestaciones y servicios que creíamos consolidados, que pagarán los de siempre, otros remedios que las distintas administraciones están aplicando para hacer frente a la brutalidad de la crisis son parches que tan solo tapan la superficie, pero no llegan al fondo del problema.
Por poner unos ejemplos, que los gobernantes se rebajen un poquito los sueldos, que prescindan de unos pocos altos cargos, que cambien los coches de alta cilindrada o que suban impuestos a los ricos -en distinto porcentaje según donde vivan-, está bien, pero son solo medidas testimoniales, simples golpes de efecto muy mediáticos que implican cambios de barniz y ahorros poco significativos que, además, les permiten mantener el statu quo.
Ahora bien, si nuestros dirigentes políticos quisieran reparar el socavón de la crisis deberían acometer cambios profundos en las estructuras político-administrativas estatales, autonómicas, provinciales y municipales para aligerar -y en muchos casos eliminar- cientos de montajes administrativos tan descomunales como inútiles, cerrar empresas públicas fantasma y ruinosas y amortizar miles de cargos sin función o con ella duplicada y decenas de gabinetes sin sentido. No será fácil que adopten medidas de tanto calado, casi revolucionarias, porque para muchos vivir de la administración es su único oficio y todos quieren sobrevivir al amparo del poder. Dejó escrito Bernard Shaw, que no se puede cambiar a una persona cuya subsistencia depende de no dejarse convencer.
Parafraseando a Alvin Toffler, ahora parecen satisfechos sentados como están en las proverbiales sillas de cubierta antes de que el Titanic se hunda.
Pero que no se engañen. La estructura y configuración del tinglado político y administrativo que han creado es insostenible económicamente, con crisis y sin ella y, más que parches, requiere recortes drásticos y redefiniciones profundas en muchas de esas administraciones que son demasiadas e ineficaces. Si algunas de ellas desaparecieran tampoco se echarían en falta porque aportan poco o nada al bienestar de los administrados.
Por poner unos ejemplos, que los gobernantes se rebajen un poquito los sueldos, que prescindan de unos pocos altos cargos, que cambien los coches de alta cilindrada o que suban impuestos a los ricos -en distinto porcentaje según donde vivan-, está bien, pero son solo medidas testimoniales, simples golpes de efecto muy mediáticos que implican cambios de barniz y ahorros poco significativos que, además, les permiten mantener el statu quo.
Ahora bien, si nuestros dirigentes políticos quisieran reparar el socavón de la crisis deberían acometer cambios profundos en las estructuras político-administrativas estatales, autonómicas, provinciales y municipales para aligerar -y en muchos casos eliminar- cientos de montajes administrativos tan descomunales como inútiles, cerrar empresas públicas fantasma y ruinosas y amortizar miles de cargos sin función o con ella duplicada y decenas de gabinetes sin sentido. No será fácil que adopten medidas de tanto calado, casi revolucionarias, porque para muchos vivir de la administración es su único oficio y todos quieren sobrevivir al amparo del poder. Dejó escrito Bernard Shaw, que no se puede cambiar a una persona cuya subsistencia depende de no dejarse convencer.
Parafraseando a Alvin Toffler, ahora parecen satisfechos sentados como están en las proverbiales sillas de cubierta antes de que el Titanic se hunda.
Pero que no se engañen. La estructura y configuración del tinglado político y administrativo que han creado es insostenible económicamente, con crisis y sin ella y, más que parches, requiere recortes drásticos y redefiniciones profundas en muchas de esas administraciones que son demasiadas e ineficaces. Si algunas de ellas desaparecieran tampoco se echarían en falta porque aportan poco o nada al bienestar de los administrados.
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