El viernes se nos fue Constantino García, un asturiano que llegó a Compostela en 1965 y se puso a trabajar por la cultura y la lengua gallega, nuestra principal seña de identidad, a cuya normalización contribuyó de forma decisiva. No pretende este artículo resaltar la figura del filólogo, cuya obra ya entró en la historia, pero su muerte me da pie para hacer un par de reflexiones.
La primera es que Constantino García no pudo conocer la “pax lingüística”. Muy al contrario, convivió con posturas enconadas y distantes en torno a la lengua que, paradójicamente, es el vínculo de unión más importante que tiene un pueblo. A mi se me antoja que en esta guerra no habrá vencedores ni vencidos, porque la lengua debe tener raíces tan profundas en las entrañas de las gentes que nadie consigue erradicarla por la fuerza -recuérdese el secular desprecio desde Castilla o el acoso de la última dictadura- , ni tampoco imponerla por la fuerza. Ni siquiera por la fuerza de la Ley de Normalización que si bien alcanzó objetivos educativos, no consiguió que la lengua arraigara en el corazón de gran número de escolares más allá de lo estrictamente reglado en las aulas.
Una segunda reflexión parte de la obviedad de que los gallegos somos unos privilegiados que nos comunicamos en dos idiomas y, por ello, somos más ricos que los pueblos monolingües. Si queremos mantener esta riqueza diferencial debemos defender y cultivar las dos lenguas. ¿En qué proporción? En la necesaria para que podamos expresar y transmitir en ambas nuestra cultura en el más amplio y genuino significado de este término, desde nuestros conocimientos, emociones y actividades hasta nuestra forma de ser y actuar, sabiendo que “a nosa lingua é a verdadeira clave, a verdadeira palanca para expresar os programas de vida, os proxectos comúns”, dijo Ramón Piñeiro.
Quizá no sea políticamente correcto decirlo pero, en mi opinión, en esta sociedad diversa, plural y tolerante ninguna de las dos lenguas corre peligro. Y nada justifica que una y otra sean utilizadas como arma para zurrar al contrario, un espectáculo que desconcierta a la gente que siempre se entienden hablando. En gallego y en castellano.
La primera es que Constantino García no pudo conocer la “pax lingüística”. Muy al contrario, convivió con posturas enconadas y distantes en torno a la lengua que, paradójicamente, es el vínculo de unión más importante que tiene un pueblo. A mi se me antoja que en esta guerra no habrá vencedores ni vencidos, porque la lengua debe tener raíces tan profundas en las entrañas de las gentes que nadie consigue erradicarla por la fuerza -recuérdese el secular desprecio desde Castilla o el acoso de la última dictadura- , ni tampoco imponerla por la fuerza. Ni siquiera por la fuerza de la Ley de Normalización que si bien alcanzó objetivos educativos, no consiguió que la lengua arraigara en el corazón de gran número de escolares más allá de lo estrictamente reglado en las aulas.
Una segunda reflexión parte de la obviedad de que los gallegos somos unos privilegiados que nos comunicamos en dos idiomas y, por ello, somos más ricos que los pueblos monolingües. Si queremos mantener esta riqueza diferencial debemos defender y cultivar las dos lenguas. ¿En qué proporción? En la necesaria para que podamos expresar y transmitir en ambas nuestra cultura en el más amplio y genuino significado de este término, desde nuestros conocimientos, emociones y actividades hasta nuestra forma de ser y actuar, sabiendo que “a nosa lingua é a verdadeira clave, a verdadeira palanca para expresar os programas de vida, os proxectos comúns”, dijo Ramón Piñeiro.
Quizá no sea políticamente correcto decirlo pero, en mi opinión, en esta sociedad diversa, plural y tolerante ninguna de las dos lenguas corre peligro. Y nada justifica que una y otra sean utilizadas como arma para zurrar al contrario, un espectáculo que desconcierta a la gente que siempre se entienden hablando. En gallego y en castellano.
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