“La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura...”. Es una muestra de la “claridad” de la prosa de aquellos requiebros de Feliciano da Silva, el autor de libros de caballerías que dice don Miguel de Cervantes tanto gustaban a Don Quijote de la Mancha.
Aunque también podía ser un ejemplo del lenguaje político que abusa de la palabra durante horas y transmite pocas ideas constructivas. Para ser un calificado experto en el manejo de este lenguaje, dice el profesor López Caballero, se requiere verbo fácil, agudeza en la réplica, mínimo sentido del ridículo, no creerse demasiado lo que se dice y facilidad de contagio emocional.
La demostración palmaria está en la campaña electoral. Salvo raras excepciones asistimos a una sucesión de monólogos desde casi todas las tribunas mitineras en las que los candidatos crean su propia realidad: formulan promesas que no se sostienen y dicen las mismas tonterías que en campañas anteriores, que probablemente repetirán en las siguientes.
En los mítines y espacios publicitarios se amplifican los propios méritos y se ignoran los del rival al que se le endosa toda la responsabilidad de los problemas del país. El objetivo es enardecer a una audiencia convencida de antemano, captar algún voto suelto y evitar que los indecisos apuesten por el rival. Es verdad que las campañas conceden a quienes disputan el poder ciertas licencias, incluida esta de hablar sin desarrollar otra idea programática que darle estopa al adversario.
Frente a este sistema anacrónico de información política había mucha esperanza en los debates como marco de confrontación ideológica que confiere más altura intelectual a la política. El primero celebrado entre los candidatos de los partidos mayoritarios se desarrolló en un clima tenso y duro, pero civilizado. El duelo no difirió mucho de un debate del Estado de la Nación, aclaró poco pero no defraudó ni dejó indiferentes y nos enriqueció a todos. Queda el partido de vuelta que con la experiencia acumulada resultará más interesante y decisivo.
Aunque también podía ser un ejemplo del lenguaje político que abusa de la palabra durante horas y transmite pocas ideas constructivas. Para ser un calificado experto en el manejo de este lenguaje, dice el profesor López Caballero, se requiere verbo fácil, agudeza en la réplica, mínimo sentido del ridículo, no creerse demasiado lo que se dice y facilidad de contagio emocional.
La demostración palmaria está en la campaña electoral. Salvo raras excepciones asistimos a una sucesión de monólogos desde casi todas las tribunas mitineras en las que los candidatos crean su propia realidad: formulan promesas que no se sostienen y dicen las mismas tonterías que en campañas anteriores, que probablemente repetirán en las siguientes.
En los mítines y espacios publicitarios se amplifican los propios méritos y se ignoran los del rival al que se le endosa toda la responsabilidad de los problemas del país. El objetivo es enardecer a una audiencia convencida de antemano, captar algún voto suelto y evitar que los indecisos apuesten por el rival. Es verdad que las campañas conceden a quienes disputan el poder ciertas licencias, incluida esta de hablar sin desarrollar otra idea programática que darle estopa al adversario.
Frente a este sistema anacrónico de información política había mucha esperanza en los debates como marco de confrontación ideológica que confiere más altura intelectual a la política. El primero celebrado entre los candidatos de los partidos mayoritarios se desarrolló en un clima tenso y duro, pero civilizado. El duelo no difirió mucho de un debate del Estado de la Nación, aclaró poco pero no defraudó ni dejó indiferentes y nos enriqueció a todos. Queda el partido de vuelta que con la experiencia acumulada resultará más interesante y decisivo.
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