En los últimos treinta AÑOS, España vivió la experiencia más larga y exitosa de crecimiento económico y progreso social debidos en gran medida a su configuración como Estado de las autonomías. Las comunidades autónomas acercaron la Administración a los administrados buscando en esa cercanía la solución a los problemas y propiciaron la convergencia económica y social entre los distintos territorios españoles. En este sentido nadie políticamente equilibrado cuestiona el modelo.
Pero también es verdad que las autonomías cometieron muchos excesos. Uno de ellos es el haber creado enormes monstruos administrativos que, además de no mejorar la eficiencia en la prestación de servicios al ciudadano, generan un endeudamiento preocupante que requiere medidas de ajuste para racionalizar su estructura y sus costes de funcionamiento. Dice Artur Mas que, si gobierna en Cataluña, su primera medida será adelgazar la estructura política de la Administración pública y racionalizar la estructura administrativa.
Puede que la pregunta no sea políticamente correcta, pero es pertinente: con el sistema partitocrático vigente, sin una reforma de la ley electoral, ¿para qué se necesitan parlamentos tan nutridos en los que los diputados, más que representantes y defensores de un distrito, votan siguiendo las directrices de sus partidos? ¿No harían la misma labor la mitad de los parlamentarios?
Y con la economía estancada, millones de parados, empleo precario y salarios bajos, ¿se pueden sostener 17 administraciones autonómicas tan descomunales -más la estatal, las provinciales y las locales-, con miles de funcionarios, cargos públicos, asesores, personal de confianza, coches oficiales, teléfonos móviles, tarjetas de crédito...? ¿Es razonable que haya tantos organismos prescindibles, tantas empresas públicas fantasma o ruinosas, tantos cargos sin función y tantas duplicidades administrativas? ¿Por qué se gastan tan alegremente nuestros impuestos?
Hay muchas más preguntas, no para cuestionar el modelo de las autonomías sino para rechazar sus abusos y excesos, empezando por recortar los gastos irracionales, insostenibles en tiempos de una crisis que requiere ajustes duros. Muchos analistas dicen que si no se aplica una severa dieta de adelgazamiento a las estructuras administrativas, el Estado puede encaminarse hacia la suspensión de pagos.
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