Confieso mi poca afición por las corridas de toros aunque reconozco su arraigo popular, su importancia económica y su valor artístico que sobresale en todo el ceremonial que rodea a la Fiesta que es de gran belleza plástica y culmina con esa lucha desigual entre el toro y el lidiador.
Entiendo, por tanto, que la lidia siga siendo arte, cultura y tradición para aquellos que saborean la estética de la capa y el momento culminante de la espada. Pero también comprendo a los detractores que ven en el toreo de reses bravas un rito cruel que martiriza a los animales. Ya se sabe que la división de opiniones está en la entraña de este espectáculo.
Como ocurre en Cataluña donde acaban de prohibir las corridas de toros, justo en vísperas de que A Coruña y Pontevedra se vistieran de luces para sus ferias taurinas. Confieso igualmente que estoy en contra del vicio tan español de prohibir para arrebatar a los demás todo aquello que no nos gusta a nosotros y, por tanto, tampoco estoy de acuerdo con la decisión del Parlamento catalán, aunque merezca todos los respetos.
Pero también me parece demencial que esa decisión se haya convertido en un “casus belli” para gran parte del país -políticos, medios de comunicación, opinión pública…- que llevan demasiado tiempo entretenidos con esta y otras cuestiones catalanas en detrimento de otros asuntos más importantes, como la reforma laboral que ocupó menos espacio en los medios que la prohibición de los toros.
Dicho esto y sin ánimo de polemizar, que no nos vendan la burra de que esa prohibición fue debida a la sensibilidad de sus señorías, que mostraron su mejor perfil de respeto a los animales, porque todo apunta a que detrás de ella subyace un afán diferenciador y un golpe de propaganda para suscitar la atención mediática en un momento en el que interesa marcar distancias con todo lo que suena a marca hispánica.
Allá ellos con sus teimas. Desde la distancia, parece que el pueblo catalán tiene bien merecida una liberación siquiera temporal de las “embestidas” de sus políticos que, con algunas actuaciones, están destruyendo el afamado seny, ese toque de de rigor y de cordura que siempre caracterizó a las gentes de aquella comunidad. Quede claro que esto último no es un juicio de valor, sino una percepción.
Entiendo, por tanto, que la lidia siga siendo arte, cultura y tradición para aquellos que saborean la estética de la capa y el momento culminante de la espada. Pero también comprendo a los detractores que ven en el toreo de reses bravas un rito cruel que martiriza a los animales. Ya se sabe que la división de opiniones está en la entraña de este espectáculo.
Como ocurre en Cataluña donde acaban de prohibir las corridas de toros, justo en vísperas de que A Coruña y Pontevedra se vistieran de luces para sus ferias taurinas. Confieso igualmente que estoy en contra del vicio tan español de prohibir para arrebatar a los demás todo aquello que no nos gusta a nosotros y, por tanto, tampoco estoy de acuerdo con la decisión del Parlamento catalán, aunque merezca todos los respetos.
Pero también me parece demencial que esa decisión se haya convertido en un “casus belli” para gran parte del país -políticos, medios de comunicación, opinión pública…- que llevan demasiado tiempo entretenidos con esta y otras cuestiones catalanas en detrimento de otros asuntos más importantes, como la reforma laboral que ocupó menos espacio en los medios que la prohibición de los toros.
Dicho esto y sin ánimo de polemizar, que no nos vendan la burra de que esa prohibición fue debida a la sensibilidad de sus señorías, que mostraron su mejor perfil de respeto a los animales, porque todo apunta a que detrás de ella subyace un afán diferenciador y un golpe de propaganda para suscitar la atención mediática en un momento en el que interesa marcar distancias con todo lo que suena a marca hispánica.
Allá ellos con sus teimas. Desde la distancia, parece que el pueblo catalán tiene bien merecida una liberación siquiera temporal de las “embestidas” de sus políticos que, con algunas actuaciones, están destruyendo el afamado seny, ese toque de de rigor y de cordura que siempre caracterizó a las gentes de aquella comunidad. Quede claro que esto último no es un juicio de valor, sino una percepción.
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