Me vino a la memoria el triste episodio del montañero aislado en el Latok. Intento imaginarme a quienes, contra viento y nieve, se encontraron ante la difícil papeleta de decidir abandonar a Oscar Pérez colgado de la pared de la montaña a su suerte, porque nadie podía asegurar a ciencia cierta que no estuviera con vida o, al contrario, diez días como diez siglos se hubieran convertido en diez cuchilladas mortales de necesidad. Otras experiencias descartadas tuvieron feliz final. Intento ponerme en situación de quienes componían la expedición de rescate, volviendo sobre sus pasos, pensando que Oscar se quedaría allí, que la montaña había sido más fuerte que el hombre a pesar de toda su tecnología y toda su prepotencia de conquistador de la luna. No sé si esas personas han podido dormir desde entonces; no lo creo. Pienso que es una herida que deberán soportar el resto de sus vidas cada vez que miren un escarpado, una ladera, el invernal frío de diciembre, e imaginen a Oscar dolorido por las fracturas sin tratamiento, hambriento y muerto de sed donde el agua pervive congelada, a la espera en un saliente de una pared traidora, quizá con la última esperanza de un rescate al límite.
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