Dice el futuro presidente que en cuanto acceda al cargo trabajará por devolver a las aulas la cordialidad lingüística que reina en la calle hasta recuperar la coexistencia armónica entre las dos lenguas como "una señal de convivencia, de amabilidad y de fraternidad".
El objetivo es tan ambicioso como difícil porque la lengua vernácula, que es patrimonio de todos y debería ser el más grande vínculo de unión, es ahora un arma arrojadiza que divide y separa a políticos, enseñantes, profesionales y sectores sociales que mantienen posturas muy encontradas y utilizan la lengua para zurrar al contrario, sin admitir ni compartir otros puntos de vista valiosos.
¿Cómo superar esta nueva cultura de la intolerancia lingüística que se está instalando en el país? No debe ser tarea fácil desactivar el conflicto lingüístico, salvo que los tres grupos parlamentarios asuman su responsabilidad para consensuar un programa de mínimos, lo que implica que unos dejen de proclamar alegremente el cambio de la ley de normalización y otros acepten flexibilizar sus planteamientos que, a veces, suenan más a imposición que a normalización. E imposiciones, las justas. Si el próximo presidente consigue este consenso y firma la paz casi justifica la legislatura.
Pero allá los políticos con sus teimas porque en medio de tanta intransigencia reconforta saber que quedan dos espacios de sensatez que conviven en paz. De un lado, los filólogos que en la soledad de las bibliotecas y en los ámbitos de la investigación cultivan y enriquecen la lengua. Del otro está la mayoría del pueblo que la habla sin complejos ni conflictos. Gracias a ambos, la lengua está viva -y salvada- como instrumento de comunicación y vehículo transmisor de la cultura en su más amplia y genuina expresión.
Dicho esto, me resisto a pensar que la cuestión lingüística vaya a ser la única medida que tome el nuevo gobierno para potenciar la educación, que necesita retoques importantes en todos sus ciclos y un enfoque más pertinente que el reflejado hasta ahora en los centros de enseñanza. La educación es, sin duda, la empresa más importante que tiene el país para enfrentarse a los desafíos del futuro y deben tomarla en serio.
El objetivo es tan ambicioso como difícil porque la lengua vernácula, que es patrimonio de todos y debería ser el más grande vínculo de unión, es ahora un arma arrojadiza que divide y separa a políticos, enseñantes, profesionales y sectores sociales que mantienen posturas muy encontradas y utilizan la lengua para zurrar al contrario, sin admitir ni compartir otros puntos de vista valiosos.
¿Cómo superar esta nueva cultura de la intolerancia lingüística que se está instalando en el país? No debe ser tarea fácil desactivar el conflicto lingüístico, salvo que los tres grupos parlamentarios asuman su responsabilidad para consensuar un programa de mínimos, lo que implica que unos dejen de proclamar alegremente el cambio de la ley de normalización y otros acepten flexibilizar sus planteamientos que, a veces, suenan más a imposición que a normalización. E imposiciones, las justas. Si el próximo presidente consigue este consenso y firma la paz casi justifica la legislatura.
Pero allá los políticos con sus teimas porque en medio de tanta intransigencia reconforta saber que quedan dos espacios de sensatez que conviven en paz. De un lado, los filólogos que en la soledad de las bibliotecas y en los ámbitos de la investigación cultivan y enriquecen la lengua. Del otro está la mayoría del pueblo que la habla sin complejos ni conflictos. Gracias a ambos, la lengua está viva -y salvada- como instrumento de comunicación y vehículo transmisor de la cultura en su más amplia y genuina expresión.
Dicho esto, me resisto a pensar que la cuestión lingüística vaya a ser la única medida que tome el nuevo gobierno para potenciar la educación, que necesita retoques importantes en todos sus ciclos y un enfoque más pertinente que el reflejado hasta ahora en los centros de enseñanza. La educación es, sin duda, la empresa más importante que tiene el país para enfrentarse a los desafíos del futuro y deben tomarla en serio.
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