Las páginas de los periódicos se tiñen de luto estos días. Arcano indescifrable del destino es que coincidan en el tiempo las muertes de dos hombres que marcaron un periodo muy concreto de mi vida: por un lado, Paco Umbral, a quien descubrí en mis últimos años de bachiller con ansias de plumas y letras, y por otro, al maestro Raymond Barre, aquel en cuyos dos tomos de su “Economía Política” me introduje en los secretos de la economía.
A Paco lo descubrí con la lectura de “El Giocondo”, en una época en que mi escaso presupuesto me obligaba a buscar ediciones de bolsillo y a descubrir en las estanterías de las librerías autores y volúmenes. Lo leí dos veces seguidas: acabé y volví a empezar. Esta costumbre sólo la tenía con aquellos que me sorprendían sobremanera. La segunda lectura era para fijarme fundamentalmente en cómo escribía y no en qué escribía.
Era una época en que mi pasión se centraba en Martín Santos, la generación del 98, Sábato, Virginia Woolf y García Márquez. La escritura de Paco era fascinante: una misteriosa mezcla de gente de las calles madrileñas con la exquisitez de los salones imperiales. Tras El Giocondo, “La guapa gente de derechas” y la lectura de sus artículos, que siempre practicó con profusión y generosidad. De él aprendí que nada es ajeno al escritor, desde el encuentro diario con el vecino en la escalera hasta la más profunda discusión filosófica. Ahí está la grandeza del escritor que vive la literatura, una grandeza que, con los años y las distancias debidas, reencontré en Carlos Casares.
Barre, por su parte, eran dos gruesos volúmenes magníficamente encuadernados que elegí por iniciativa propia para complementar el texto de “Introducción a la Economía” de Pérez de Armiñán. Éste era el obligatorio en la asignatura que me tocó a finales de la década de 1970, y yo lo encontraba excesivamente literario, no por su brillante prosa, sino por su superficialidad a la hora de enfocar algunos de los temas.
Entre la bibliografía recomendada en aquella asignatura se encontraba el texto de Barre, un economista metido a político, que había sido publicado poco tiempo antes, y lo elegí tras un breve examen en una de las librerías de la calle Libreros de Madrid. Desde entonces, y aún no comulgando con algunas de sus manifestaciones excesivamente liberales, sigue ocupando un lugar de honor en mi librería.
Entre ambos, descubro que Rosa Regás ha dimitido, algo que no echarán de menos los editores de periódicos, pero sí posiblemente los empleados de la Biblioteca Nacional. En política, las opiniones no son libres.
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