Kirmen Uribe es un joven filólogo, profesor y poeta vasco, que pertenece a la generación de los nacidos en la transición, educada en las dos lenguas, que vive el bilingüismo sin connotaciones políticas.
En una entrevista reciente en un diario de cobertura nacional decía que en tiempos de la dictadura “escribir en euskera era una opción casi ideológica para levantarlo. Para nosotros es más natural, han pasado muchos años y ya no tenemos la misión de salvar una lengua, no estamos a la defensiva”.
Preguntado sobre el bilingüismo, advierte que es muy diferente en Galicia, Euskadi y Cataluña, pero lo importante es “que no se trunquen los derechos de nadie, que nadie se sienta incómodo. A mi me gusta que en el País Vasco se hablen diferentes lenguas, pero es importante que nadie sienta la cuestión lingüística como una amenaza. Los vascohablantes hemos vivido muchos años con la sensación de que nuestra lengua no tenía espacio para vivir, que estaba tocada de muerte. Es una sensación que no quisiera para nadie. Asimismo, hay gente en Euskadi que siente que su forma de vivir en castellano está amenazada y es necesario que no tenga esa sensación, que se sienta tranquila”.
Del Manifiesto por la lengua común, promovido por Savater, dice que “no se entendió bien. Creó demasiados rechazos en vez de plantearlo como la preocupación de muchos padres que quieren que sus hijos estudien en castellano. Una preocupación real y, por tanto, muy a tener en cuenta”.
El poeta contrapone la situación de su abuela que hablaba y leía en euskera y de su madre, que aprendió cumplidos los cincuenta, con su generación escolarizada en las dos lenguas que cierra el agujero del franquismo y concluye: ”Sería una lástima que donde los ciudadanos han encontrado una solución, los políticos busquen un problema. Dejen la cuestión lingüística fuera de la lucha partidista. No hagan política con las lenguas”.
He ahí una lección de sensatez de un intelectual nada sospechoso sobre convivencia lingüística que contrasta con tanto radicalismo que, por ser excluyente, hace un flaco favor a una y otra lenguas.
En una entrevista reciente en un diario de cobertura nacional decía que en tiempos de la dictadura “escribir en euskera era una opción casi ideológica para levantarlo. Para nosotros es más natural, han pasado muchos años y ya no tenemos la misión de salvar una lengua, no estamos a la defensiva”.
Preguntado sobre el bilingüismo, advierte que es muy diferente en Galicia, Euskadi y Cataluña, pero lo importante es “que no se trunquen los derechos de nadie, que nadie se sienta incómodo. A mi me gusta que en el País Vasco se hablen diferentes lenguas, pero es importante que nadie sienta la cuestión lingüística como una amenaza. Los vascohablantes hemos vivido muchos años con la sensación de que nuestra lengua no tenía espacio para vivir, que estaba tocada de muerte. Es una sensación que no quisiera para nadie. Asimismo, hay gente en Euskadi que siente que su forma de vivir en castellano está amenazada y es necesario que no tenga esa sensación, que se sienta tranquila”.
Del Manifiesto por la lengua común, promovido por Savater, dice que “no se entendió bien. Creó demasiados rechazos en vez de plantearlo como la preocupación de muchos padres que quieren que sus hijos estudien en castellano. Una preocupación real y, por tanto, muy a tener en cuenta”.
El poeta contrapone la situación de su abuela que hablaba y leía en euskera y de su madre, que aprendió cumplidos los cincuenta, con su generación escolarizada en las dos lenguas que cierra el agujero del franquismo y concluye: ”Sería una lástima que donde los ciudadanos han encontrado una solución, los políticos busquen un problema. Dejen la cuestión lingüística fuera de la lucha partidista. No hagan política con las lenguas”.
He ahí una lección de sensatez de un intelectual nada sospechoso sobre convivencia lingüística que contrasta con tanto radicalismo que, por ser excluyente, hace un flaco favor a una y otra lenguas.